Un hombre entra a un café. ¿Cuál? No importa mucho. Se quita el saco y lo acomoda en el respaldo de la silla, inmediatamente, con actitud servil sin decir palabra alguna, se acerca el mesero y anota en su libreta lo que su momentáneo interlocutor le dicta: Americano.
Minutos después, el café está en la mesa y el dejo de cigarrillo en la boca;el seco sabor del tabaco añejo, sabor que se acentúa con otro café siendo apenas mediodía y su sol ardiente.
No lo había notado, pero se encontraba en el rincón del lugar. Entrando a mano derecha, en la mesa del fondo junto a la rockola que no toca y una pareja de jóvenes. El sonido de la gente reunida; el de las cucharas y las tazas; las pisadas y las risas, para él ese conjunto es una especie de soundtrack doloso que quizás pasa desapercibido por los demás del lugar, pues habiendo reconocido el cuerpo en el pavimento, la madrugada es un recuerdo que no se va. Se queda el rastro en su ropa, mezclado con el olor a humo y los últimos sorbos del café; y es como si el sentimiento se sujetara de su rostro, aferrándose al pliegue morado de las ojeras, jalando con fuerza hacia abajo alargándole la cara que se pierde lentamente en el fondo a la derecha del lugar, junto a la rockola que no suena y la pareja que pide la cuenta.
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